Asomados estamos

Este espacio se manifiesta como un laboratorio de reflexión, personal y profesional de mi cotidianidad, que les ofrezco para su entretenimiento.

Espero lo disfruten

18.11.06

En grados

Al fin se abrirá la puerta de este ascensor. A pesar del letrero en que se lee “capacidad diez personas”, los ocho que aquí nos encontramos padecemos un interminable trayecto. Es obvio, que el color oscuro de las paredes y esos halógenos eternamente prendidos, hacen del interior un estrecho y caluroso vehículo de elevación. El ascensorista no logra evitar que el apretado traje azul de botones deje de verse incomodo, bajo su sien se desliza una larga gota, que apresura a secar con un discreto movimiento de manos.

Al abrirse la puerta un pequeño pasillo nos obliga a cruzar a la derecha. De pronto la sensación de estar entrando a un lugar desconocido y no saber hacia dónde dirigirse me invade. Dejo pasar a algunas parejas para que guíen mi camino por un ancho y extraño pasillo que posee grandes ventanales con asientos de concreto bajo ellos. Hay unos parabanes de mimbre que mal ocultan.

La puerta de acceso con el gran rótulo en la puerta, como debe ser. La iluminación es tenue, por no decir escasa, unas velas y algunas luces son los únicos destellos que acompañan el diablillo rojo que baja y sube por todas partes, a pesar de él sólo huele a incienso. Se escucha una música suave, con el apropiado volumen para la conversación. Los hombres, enfundados en trajes que abandonaron sus corbatas en el asiento trasero del carro, revelan un poco de la fauna que aquí acude. Divinas mujeres, con volátiles faldas que cubren depiladas piernas las cuales terminan abrazadas por sandalias, con una excelente pedicura que aun huele a cara peluquería.

Mucho lugar donde ubicarse, si hubiésemos llegado temprano. Mesas, sillones, hamacas, puff, sofás de mimbre con cojines floreados y altas sillas cerca de la barra, muy bien distribuidos alrededor del amplio salón. Me parece recordar algunas matas o quizás buenos arreglos de interior, tal vez con bambú y palmas. La circulación en forma de anillo hace que la percepción de divisar todo el espacio se diluya entre tamices de cuerpos y blancos tabiques bajos. En el horizonte las diminutas luces de la ciudad titilan.

A la derecha el primer terreno a donde nos dirigiremos: una dama catira nos recibe de una manera muy cordial y atiende oportunamente nuestra solicitud. Aún me encuentro reconociéndome en este nuevo lugar. El estrecho pasillo que pretende ocultar el hueco iluminado donde se encuentra la caja, nos conduce y revela que en el medio hay una fuente-piscina en miniatura, con sus pequeñas baldositas blancas y azules y la respectiva insignia en el centro. De reojo veo lo que parece un horno de leña para pizza, la barra que lo precede llena de redondas peceras de vidrio con vistosos ingredientes, el olor a queso derretido y pan caliente, da señales de la ausencia de la cena. Al pasar por el incómodo pasillo, me asusta la llamadara grande y viva de algo incendiándose a mi espalda al voltear observo que además, hay un señor con alto sombrero flameando algún exquisito platillo, tras una grande hornilla integrada al espacio.

Las blancas y metálicas escaleras al lado del horno, conducen al exterior, tres niveles de elevación. El primero con puffs, que están por supuesto completamente ocupados; El intermedio es más bien de paso, solo dos mesas altas caben en la pequeña terraza; y el último un espacio cuadrado rodeado de barandas, que posee otra barra -por si la conversa esta muy amena o la movilidad dificultosa y da flojera bajar los tres pisos. En esta terraza hay algunas sillas de extensión y más mesas altas derredor. Aquí la decoración es completamente innecesaria, observamos desde un punto alto y muy bien ubicado todo el valle durmiendo a nuestros pies.
Millones de luces y grandes paños muy oscuros, con matices de grises, que nublan cualquier intento de reconocer en la distancia, son el escenario de amenas tertulias, que duran el tiempo suficiente para regresar a casa con la exquisita sensación de haber descubierto un nuevo y acogedor lugar, en el que pasar los jueves sin vermisaches.

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