Asomados estamos

Este espacio se manifiesta como un laboratorio de reflexión, personal y profesional de mi cotidianidad, que les ofrezco para su entretenimiento.

Espero lo disfruten

18.11.06

Vía al subterráneo

El tiempo siempre es el justo para llegar al destino.

La entrada del centro comercial es un colapso, todos quieren pasar o al menos guarecerse de la promisoria lluvia, se amontonan en la puerta, sin dejar salir o entrar a más nadie, mirando a los demás de afuera con cara de asco o lástima. Desde hace rato salpican unas escasas pero suficientes gotas, esa llovizna que no moja pero que empapa, esa misma que te asegura para el día siguiente una muy fastidiosa congestión nasal. -Paraguas, paraguas a 15 mil. Se escucha a un pregonero. Al mismo tiempo una señora reclama por el precio, a lo que el muy habilidoso vendedor le replica: -Enfermarse le sale más caro doñita, aproveche ahora. Está en lo cierto evidentemente en esta época de invierno tropical el paraguas, es un implemento de primera necesidad. ¿Estará incluido en la cesta básica?

Es evidente que la opción del mototaxi dejó de ser la adecuada. Un día porque sus caras de matones a sueldo espantaron el afán de aventura y hoy porque con esta lluvia… ni el intento. En exactamente 40 minutos cierran el taller. –La esperaré hasta las siete en punto, jeñorita, usted sabe uno tabien se cansa, yo estoy aquí desde temprano. Conclusión: me sale Metro.

El trayecto hasta la estación es lo que realmente puede aterrar a cualquiera que no suele realizarlo, los mitos de la burundanga, arrebatones, cayapas, bululús, desorden, caos, gentío, mercado, etc. vienen a la memoria como recordatorio de precaución. Luego de tomar el valor necesario, abro el paraguas y me propongo internarme en a la masa de ciudad en la que se ha convertido la calle Negrín de Sabana Grande. En la esquina, esperando que cambie la luz, una linda muchacha con falda y sandalias, en un estilo muy hippie, pero evidentemente un neohippismo; ese estilo arregladito, recién bañado, con olor a sándalo pero de Cacharel, que se compra en la india a muy bajo precio pero que aquí con los problemas de la importación cuesta una fortuna. Así va ella tranquila, despacito, con su falda recogida por una sola mano pero con bastante estilo, mojarse bajo la lluvia no es nada para ella.

Cruzamos la calle como un rebaño, entres otras 25 personas. Todos caminamos rápido como si nos estuvieran persiguiendo, tratando de esquivar a los que vienen de frente y que parecen estar tan apurados como nosotros. La cosa parece una especie de danza ritual en la que los vaivenes de las personas, casi siempre bastante descoordinados, terminan con algún tropezón.

Decido luego del veloz análisis espacial, ir por la acera sin buhoneros, perdón, por la acera con menos buhoneros, perdón, la acera con los buhoneros sin toldos, perdón, la acera con los puestos tapados por bolsas plásticas, en la que no se parará la gente a ver nada.

Camino justo detrás del hombre con traje oscuro y zapatos de suela que me abre paso entre la marea humana, él va rapidito y yo también intento seguirlo, lleva su lonchera azul en la mano y no posee paraguas. Yo sí llevo el mío, que aunque le guste jugar a que es el de Marypopping, más o menos funciona. Lo tengo que levantar cada vez que pasamos algún grupete. Si viene alguien con paraguas en sentido contrario, comienza el ejercicio de muñecas, una especie de malabarismo sincrónico en el que uno deja pasar y otro va tranquilo, en la ahora estrecha acera.

Por andar siguiendo los pies del señor casi me paso el pasillo que conduce a la estación. Giro velozmente a la izquierda para observar que los puestos de buhoneros son realmente minitiendas, en donde el encargado de turno barre el piso para que el agua no entre en su bien resguardado y seco local. Recuerdo cuando las “Minitiendas del Este” eran el lugar más propicio para comprar las galas de moda, hoy es sólo un local sumergido en la más autentica y firme representación de la “Revolución bonita”. Un muestrario de miserias.

La entrada del Metro abarrotada de gente, muchos tratando de salir y otros pocos, como yo, intentando pasar. Los vendedores insisten en ofrecer sus paraguas. Bajo corriendo las escaleras. No tengo ticket, seguramente habrá una cola enorme para la taquilla. Tampoco tengo monedas para las máquinas, las deje en el cenicero del carro. Bueno… me tocará peder tiempo en esa fastidiosa cola. Pienso mientras voy bajando las escalinatas, tratando de rebasar por la izquierda a los “lentos”.

Sorpresa: no hay cola, tampoco mucha gente, bastante extraño. Compro mi ticket; dirección: Palo verde; escaleras mecánicas: dañadas; parejita que baja muy lento: delante; el vagón: espera en el anden. Piiiiiii, me da tiempo de correr y entrar justo antes de que la puerta cierre a mis espaldas. Ahhh: suspiro al agarrarme del tubo.

Luego de una estación se desocupan varios asientos cercanos. Quién dijo que el Metro es un caos, qué se le quedo corto a Caracas. Aquí sobran los puestos. Deambulo un rato por el vagón para escoger un asiento en el pasillo cercano a una de las puertas. Al observar las personas derredor, veo a mi compañía de asiento, que mira descuidada por la ventanilla, es una joven de rostro familiar con un look neohippie.

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